por: Manuel López Oliva
Tomado de: www.granma.cu
Es frecuente, cuando se piensa en la Cultura Cubana, que recordemos lo que esta fue en tiempos de cruenta formación del ser y la conciencia identitarios, durante el siglo XIX, con sus símbolos y manifestaciones de afirmación colectiva. También a veces suele reducírsele a un sistema de evidencias que reflejan o recrean, de modo reconocible, elementos de flora y fauna de nuestro archipiélago, el paisaje rural, huellas de luchas por la independencia, o lo distintivo del hombre criollo visto a partir de sus indicadores fisonómicos, sicológicos y mito-genésicos más comunes. No faltan tampoco quienes la ven como un «juego de postales» hedonistas estereotipadas, la confunden con modalidades del atraso que se arrastra en determinadas mentalidades y costumbres; o la presentan solo como conjunto de personalidades, creaciones y obras –originales o reproducidas– de la literatura, el pensamiento filosófico y las artes.
Entender por manifestaciones culturales exclusivamente aquellas que deleitan la percepción sensorial culta e inculta, entretienen, catalizan la necesidad de movimientos y erotismo del cuerpo, o constituyen adornos de mayor o menos complejidad y precio, no es otra cosa que obviar lo básico de la cultura: su condición de memoria activa y emisión del desarrollo humano a escala del país y en su interrelación mundial. Lo cultural legítimo implica plenitud del hombre mismo, a la par que expresión de cuanto atesora en la subjetividad o contribuye a su cabal mejoramiento. De ahí que la invención artesanal y técnica, los instrumentos y mobiliarios de variada utilidad, las edificaciones y ordenamientos del campo visual urbano, el sentido cotidiano de existencia y las formas de comunicarse, los usos gastronómicos y los curativos, el denominado «arte culinario» y ciertas modalidades del placer, así como las tradiciones domésticas y la educación de los sentidos, sean partícipes del tejido de formas y canales culturales. No es posible excluir de la cultura tampoco a la eticidad y las ciencias, ni a los nexos comunitarios del individuo y la conciencia sanitaria, la buena publicidad y el periodismo, la conversación y el libro, la sensibilidad traducida en gestos y los momentos de introspección; además de algunos rituales religiosos y el diseño en sus diversas objetivaciones.
Hablar del «universo cultural» implica designar a un amasijo de referentes y «cosas», además de campos ambientales e íntimos del sujeto, que no pueden fragmentarse en los perfiles asistémicos de ciertas instituciones, asociaciones y ministerios. Es por ello que en la fase fundacional del Ministerio de Cultura de Cuba se decidió, por el más alto nivel de la dirección estatal, que este debía ser la entidad rectora en la diversidad del proceder cultural de toda la Sociedad y el Estado. Así, conformar personas y espacios cultos no sería tarea exclusiva de actividades profesionales o amateurs (estéticas y antropológicas), sino misión de alcance mayor, que articule a los diferentes sectores del país en programas necesarios para aplicar –en nuestro contexto– la idea expuesta por Marx cuando señaló que «si las circunstancias forman al hombre, se hace necesario humanizar las circunstancias».
Un individuo culto debe ser integral en su cultura, evolucionado en los sentimientos, y con principios sólidos en bien de sus coterráneos y de la humanidad. La universalidad de la cultura exige trascender cierta identificación constructiva con el ámbito donde uno se desenvuelve, para preocuparse por el destino del género humano. Esa casi heroica labor desplegada en varios sitios de la geografía global, por brigadas de médicos y enfermeros cubanos, ha sido un genuino acto de cultura, en tanto han salvado a portadores tradicionales, personal con ascendencia tribal, y gentes disímiles que son partícipes y ejecutores del paisaje contemporáneo diseñado según cánones de la imaginación. Negarles el merecido Premio Nobel de la Paz a tales misioneros de la Salud, sería una decisión anti-cultural; pues preservar vidas humanas opera, a fin de cuentas, dentro del rostro multiforme del humanismo implícito en la cultura universal, manifestado por realizaciones científicas, benefactoras, estéticas, ambientalistas, reveladoras de verdades y dignificadoras del comportamiento personal.
Existe una indudable interacción de la personalidad del cubano con su cultura, que se rehace por conducto de cada generación. De ahí que negar lo cultural auténtico pueda provocar la disolución de la personalidad nacional en códigos y comportamientos generalmente cargados por axiologías e ideas neo-colonizadoras. Globalizarse a través de patrones de lo snob, según posiciones subalternas respecto del Capital Cultural transnacional, en función de intereses de mercado y afán de trascender el subdesarrollo, pero renunciando a la sustancia autóctona, no es lo mismo que proyectarse hacia lo internacional desde las fuentes nativas y las circunstancias vividas. Una relación de intercambio con otras culturas del mundo, y no la dependencia servil a modelos importados, fue lo que nutrió al Arte Moderno y Tardo-Moderno de nombres valiosísimos de Nuestra América, al punto de situar sus obras en precios muy elevados de subastas entonces signadas por las calidades y los aportes genuinos de las piezas subastadas.
Actuar en consonancia con altos valores éticos y patrióticos, desde una nacionalidad imantada por profunda universalidad, implicará siempre oponerse a los «espejismos de superioridad» envueltos en propuestas seductoras, y a las succiones de nuestra espiritualidad creativa por ambiciones de un mercado desnacionalizador. Estar al tanto de trampas que pueden usar a convenciones, entidades, espectáculos y procedimientos nuestros de valoración y promoción, contra el despliegue de la conciencia cultural autóctona, fue una de las razones de aquella certeza de «cambiar las reglas del juego» expresada más de una vez por Armando Hart.
Diariamente fijamos nuestra impronta en la urdimbre cultural de Cuba, y esta nos marca y condiciona en diversos sentidos. Nuestra cultura nos sirve de registro, y a la vez funciona como espejo para reconocernos, evaluarnos y saber cómo operar con los instrumentos, recursos sintácticos, métodos de creación y estrategias de significación que nos ofrecen tendencias, grupos y países que actúan dentro de culturas internacionalizadas. Una actitud culta consiste en alimentarnos de cuanto se nos ofrece de enriquecedor y renovador, sin hacerlo con mimética docilidad. Si tomamos como ejemplo un componente de la cultura artística, las Artes Visuales, debemos entender que es tan simple y poco creativo reproducir fielmente las apariencias externas de la realidad –lo que se hizo en el post-academicismo y se impuso en el más ortodoxo Realismo Socialista– como copiar maneras de hacer de artistas foráneos exitosos, repetir operatorias recicladas de re-contextualización estética y Arte No-objetual, o valerse de estilos aceptados por la recepción comercial en boga, para así asegurarse ventas. Lo que parece ser libertad de elegir paradigmas ajenos que nos abran paso en términos de negocio, no pocas veces es la manera de vivir complacido en esa «jaula invisible» mencionada por el Che.
Aquella concepción gramcsiana que influyó en las ideas rectoras del por muchos ignorado Congreso Cultural de La Habana de 1968 –donde pude presenciar que la cultura no se limitó a expresiones literarias y artísticas, ni solo a la conservación de patrimonios tangibles e intangibles–, la había recibido yo antes, como algo natural, dentro del tejido cotidiano de mi vida inicial en Manzanillo. La noción teórica de «intelectuales orgánicos», manifestada en la práctica por el Grupo Literario de esa ciudad y su revista Orto (que incluyó a profesionales de varios tipos), e igualmente ese entendimiento de lo cultural como cultivo y exteriorización de lo humano diverso, fueron conceptos vitales en la base de mi vocación y el apego a valores esenciales de la Nación. Alimentada por esa «sinfónica» naturaleza de los procesos culturales populares, en 1963 establecimos en una edificación manzanillera la primera Casa de Cultura de Cuba, que era solo uno de los hitos de un enorme panorama de gestación cultural para toda la nación, abierto en esa década revolucionaria de sueños y batallas. Nunca dejaré de agradecer a cuantos me abrieron los ojos, desde la niñez y la adolescencia, para apreciar el abanico de ocupaciones y actos creativos que perviven en la cultura, comprender lo indispensable del trabajo cultural con asesorías multidisciplinarias –integradas por diversas esferas de la realidad material y espiritual– y, a la vez, sentir que toda renovación y descubrimiento verdadero, en arte, viene desde adentro de cada uno de nosotros, como un prodigioso golpe de sangre.