
Tomado de: www.redsemlac-cuba.net
Por: Dixie Edith
Foto: SEMlac Cuba
Los discursos de odio que actualmente se multiplican en muchos espacios, incluidos los digitales, “son una reacción a la manera en que las estrategias liberales y progresistas han ido avanzando en diferentes partes del mundo”, considera el médico cubano Alberto Roque Guerra, activista por los derechos de las sexualidades no heteronormativas.
“Actualmente existe una emergencia de los discursos de odio. Nunca han dejado de existir, pero digamos que la última década ha sido un ejemplo de la llegada al poder político de fuerzas conservadoras, fundamentalmente en Estados Unidos y en muchos países europeos, donde son uno de los instrumentos fundamentales, sobre todo en los medios de comunicación que incluyen las redes sociales digitales”, explica a SEMlac el también máster en Bioética.
En su opinión, “estos discursos legitiman el poder y la ideología de dominación de esas fuerzas, que son no solamente conservadoras, sino también de ultraderecha desde el punto de vista ideológico”.
“Es una cruzada contra los movimientos liberadores o emancipadores, fundamentalmente el movimiento de las mujeres, es decir, los movimientos feministas en todas las formas en que se expresan, y contra las personas lesbianas, gays, bisexuales y trans, que desde finales del siglo XIX y a lo largo de los últimos 25 años, han logrado cambios significativos y positivos en relación con sus derechos.
¿Qué son los discursos de odio? ¿Por qué se originan?
Son acciones comunicativas dirigidas a estigmatizar, discriminar y excluir a un grupo humano vulnerable. Puede tratarse de un grupo o de una persona en específico. Se identifican de varias maneras, pero deben existir ciertas condiciones: primero, que el grupo sea verdaderamente vulnerable, es decir, que esté en desventaja social respecto a otros legitimados por el poder.
Esto implica un riesgo latente y permanente de que ese grupo, por sus características específicas, esté en un nivel de subordinación en relación con el poder o con la estructura social y cultural.
Un segundo aspecto es la identificación deliberada de humillar. Para que estas acciones comunicativas tengan efecto, debe demostrarse que existe una escalada y una intención específica de dañar.
Todas las personas tienen derecho a la opinión, incluso si es prejuiciada; pero, cuando hablamos de discursos de odio, nos referimos a una intencionalidad deliberada. Generalmente se utiliza el poder simbólico de pertenecer a un grupo, con una mediación histórica y cultural que legitima ciertos estigmas; entonces se produce el acto de rechazo y exclusión.
En tercer lugar, debe haber una malignidad implícita o explícita en la forma en que se realizan estas acciones comunicativas discriminatorias; determinada porque se involucra a terceras personas. Es decir, generalmente, quien genera un discurso de este tipo tiene cómplices; personas que aumentan la escalada de odio sobre los grupos vulnerables. Otro aspecto, más difícil de demostrar, es la intencionalidad probada de excluir a otros grupos de determinadas posiciones de poder.
Estos discursos perpetúan estigmas y exclusión, dificultando la aceptación social y la implementación de políticas inclusivas. Además, contribuyen a la naturalización de la discriminación y la violencia, lo que obstaculiza el avance hacia la igualdad y el respeto a los derechos humanos.
¿Cómo se manifiesta este fenómeno en Cuba hoy?
Una manera son las acciones comunicativas que estigmatizan y excluyen a grupos vulnerables. Un ejemplo concreto fue la querella contra la rapera Danay Suárez, quien, desde sus creencias religiosas, atacó y amplificó ideas discriminatorias y excluyentes hacia las personas lesbianas, gays, bisexuales y trans.
El tribunal en Cuba, en ese momento, no tenía una definición explícita de discurso de odio, lo que dificultó el procesamiento legal. Aunque existen legislaciones que podrían aplicarse, la identificación y el procesamiento de estos hechos siguen siendo complejos.
También hay otros ejemplos, como el del trovador Fernando Bécquer, sancionado por utilizar discursos de odio contra las mujeres y por hechos de abuso sexual. En ese caso, la movilización del activismo en redes sociales demostró la violación de los derechos humanos de las víctimas y la inacción inicial del Estado.
¿Considera que las plataformas digitales han contribuido a exacerbar, amplificar y normalizar estos comportamientos fundamentalistas?
Las redes sociales digitales son espacios de aparente libertad y participación democrática desde la opinión de las personas, lo cual es excelente. Pero las ideas que fluyen a través de estos espacios de intercambio no siempre son respetuosas, no discriminatorias, ni promueven la convivencia pacífica entre los seres humanos, o el respeto a la dignidad de las personas. Con bastante frecuencia ocurre lo contrario.
El caso de Danay Suárez, que antes mencionaba, también es un ejemplo de cómo las redes sociales pueden amplificar estos discursos, generando una respuesta negativa y polarizada. La impunidad con la que operan estos discursos en las plataformas digitales evidencia la dificultad de regularlos y sancionarlos adecuadamente. A menudo, la viralización y reproducción de mensajes de odio involucra a muchas personas, lo que agrava el daño causado.
Sin embargo, también ocurre lo contrario: las plataformas pueden ser espacios donde se frenen estos discursos, gracias al activismo y la denuncia pública.
¿Dónde estarían, desde el punto de vista ético, los límites de esa libertad de expresión y de opinión que promueve el mundo virtual?
Están centrados en el principio bioético de respeto a la dignidad humana. Además de ser moral, este precepto está legitimado en las leyes cubanas y es un principio jurídico fundamental recogido en la Constitución de la República.
Otros principios relacionados son la igualdad y no discriminación, y también el respeto a la vulnerabilidad de los grupos históricamente excluidos. La libertad de expresión concluye cuando se provoca daño, existe malignidad o intencionalidad de dañar. En ese momento, la opinión se convierte en odio.
No hacer daño es un lineamiento bioético importantísimo, no solamente aplicable a la ética médica tradicional, sino a todas las profesiones, como el periodismo o las ciencias de la comunicación, que tienen regulaciones de esa naturaleza que establecen límites para la libertad de expresión.
La ética personal, que opera a nivel de los valores morales individuales, debe pensarse desde una ética colectiva, donde se genere la mayor felicidad posible y se respete la pluralidad y diversidad de opiniones, incluso cuando sean contradictorias. No es que todo lo que aparezca y nos moleste un poco se considere odio.
¿Cree que hoy desde la legislación en Cuba es posible enfrentar los discursos de odio? ¿Qué retos identifica en este camino?
La legislación actual todavía no define explícitamente qué constituye un discurso de odio, lo que dificulta su procesamiento legal. Es necesario avanzar en la implementación de políticas y regulaciones que permitan identificar, sancionar y reparar el daño causado por estos discursos, siempre en respeto a la dignidad humana y los derechos fundamentales.
Pero no se debe creer que con la existencia de legislaciones todo está resuelto. Es una situación mucho más compleja y profunda relacionada con la identificación, con ver si estamos naturalizando o acostumbrándonos a determinados discursos como chistes o memes. Por ahí empieza el camino de estar alertas y vigilantes.
¿Cómo posicionarnos ante estos fenómenos desde el activismo?
Es fundamental mantener la alerta y la responsabilidad colectiva. No toda persona LGBTIQ (lesbianas, gays, bisexuales, trans, intersexuales y queers) tiene que ser activista, pero existe una obligación moral de evitar la proliferación de estos discursos. Es necesario señalar, educar y mantener un diálogo paciente y permanente sobre el tema.
El activismo ya ha demostrado su eficacia en frenar discursos de odio. Es importante conocer y aplicar los principios de derechos humanos y bioética, y abogar por políticas que permitan identificarlos y penalizarlos. Restaurar los derechos de las personas afectadas es un principio rector.