Tomado de: www.redsemlac-cuba.net/
Foto: SEMlac Cuba
Cuba es un país donde envejece la estructura por edades de la población. Entre 2020 y 2022, la población de 60 y más años pasó del 21,3 al 22,3 por ciento del total de los habitantes del país, un aumento muy significativo en términos estadísticos. Esto sucede como parte de una dinámica demográfica que ha estado signada, desde hace décadas, por la disminución sostenida de la fecundidad y saldos migratorios negativos, a cuenta de población joven, fundamentalmente; con lo cual existe cada vez menor cantidad de personas en edad laboral.
La mayor implicación de este envejecimiento demográfico se encuentra en el incremento del llamado coeficiente de dependencia (relación entre las personas en edad y capacidad de trabajar y las “dependientes” por ser menores o haber rebasado la jubilación laboral). Esta problemática impone el desafío de un mejor aprovechamiento de la fuerza de trabajo, con la incorporación a la actividad laboral de la mayor cantidad de personas posibles en edad y con capacidad para ello, algo que se reconoce en la Política para la Atención a la Dinámica Demográfica aprobada desde 2014 y actualizada en 2022.
Las tasas de desempleo en Cuba podrían no resultar muy alarmantes si las comparamos con las de otros países de la región. En el área de América Latina, por ejemplo, la tasa promedio de desempleo en 2022 fue del 7,2 por ciento por ciento1. En Cuba, en el quinquenio 2016-2020, según datos publicados por la Oficina Nacional de Estadística e Información en sus Anuarios Estadísticos2, esta tasa va disminuyendo del 2 por ciento en 2016 al 1,7 por ciento en 2017 y 2018; 1,2 por ciento en 2019, hasta el 1,4 por ciento en 2020. Cabe preguntarse entonces: si disminuye el desempleo, ¿dónde encontrar esa fuerza de trabajo que necesita la economía del país en el contexto de una población que envejece?, ¿qué barreras estructurales impone el contexto patriarcal a tal aspiración?
Brechas por sexo en el empleo
Aunque no es la única respuesta, enfocamos nuestra mirada en la brecha que existe entre hombres y mujeres ante el empleo, en la que estas últimas resultan en desventaja. Solo en 2020 –último año del cual se disponen datos oficiales publicados–, la tasa de desempleo femenino en Cuba era del 1,6 por ciento y, en los hombres, del 1,3 por ciento respecto a la población económicamente activa (PEA) correspondiente a cada sexo3. Esto significa que son más las mujeres que, en edad para emplearse y en busca de empleo, no llegan a acceder a este.
La brecha de género en relación con la actividad laboral remunerada se hace más significativa cuando comparamos las tasas de actividad económica, que expresan la relación entre la población económicamente activa (aquella que se encuentra en edad laboral y posee condiciones y disposición para trabajar) y la población en edad laboral. En 2020, este indicador en Cuba fue de solo 54,9 por ciento para las mujeres frente a 76,8 por ciento para los hombres4. Significa que una mayor proporción de la población femenina en edad laboral se encuentra fuera del potencial de personas disponibles para ser empleadas.
Tanto las tasas de desempleo como las de actividad económica expresan desigualdades entre hombres y mujeres; muestran, a primera vista, la existencia de un bono de género en la fuerza laboral del país, pero también la posible existencia de barreras —que resultan en formas de violencia estructural— para dicha participación.
De acuerdo con los resultados del último Censo Nacional de Población y Viviendas del 20125, en ese año el 43,9 por ciento de la inactividad femenina en el empleo remunerado estaba dada por la dedicación de las mujeres a los quehaceres del hogar. ¿Es esto producto de una decisión consensuada de estas mujeres con las familias? ¿Tiene que ver con las necesidades de cuidado de alguno de sus integrantes? ¿Cuáles son sus condicionantes?
La búsqueda de explicación a sus posibles causas llevaría no solo a un mejor “aprovechamiento” de la fuerza de trabajo femenina en función del desarrollo económico del país, desde una perspectiva no funcionalista, sino humanista; sino también al propio empoderamiento de la mujer con su incorporación al trabajo remunerado que, en mayor o menor medida en el contexto cubano, le otorga autonomía económica y mayor estatus social. Develar las relaciones violentas que existen tras el desempleo y la inactividad económica de las mujeres constituiría también un golpe al patriarcado.
Entre decisiones y oportunidades: las formas ocultas de la violencia Los motivos para no acceder a un empleo pueden ser varios y van desde la dedicación a tareas de cuidado de niños, ancianos o cualquier otro integrante de la familia en situación de dependencia; hasta la carencia de servicios para la socialización de esos cuidados; la falta de motivación por un empleo que no da respuesta a las expectativas de satisfacción de las necesidades básicas o por la desafortunada decisión de continuar ocupando una posición de dependencia respecto al par masculino “ganador de pan”.
Tanto unas como otras causas constituyen retos que transitan por el desmontaje de estructuras patriarcales. La división sexual del trabajo, heredada de la cultura machista de las relaciones entre los géneros, perdura hasta nuestros días. Aún con inobjetables señales de cambio con respecto a décadas atrás, las mujeres cubanas siguen encontrando barreras estructurales que limitan su incorporación al empleo, en el que representaban en el 2020 sólo el 39,3 por ciento del total de las personas empleadas6, truncando así uno de los primeros pasos para su empoderamiento.
Sobre este asunto, un estudio de historias reproductivas de mujeres evaluó los conflictos a los que ellas se enfrentan y las barreras que encuentran para su incorporación a la actividad laboral remunerada, cuando se ven abocadas al cuidado de los hijos. Esos conflictos van desde la dificultad de acceder al servicio de cuidados infantiles y su carestía en el sector privado ante las menguadas ofertas de círculos infantiles como servicio estatal, hasta posibles adecuaciones de horarios de otros servicios de apoyo a las tareas domésticas, pero todo ello atravesado por la división sexual del trabajo dentro de los esquemas patriarcales, según la cual se le atribuye al género femenino el rol de cuidadora7.
El citado artículo señala también la necesidad de políticas que ayudarían a socializar los cuidados, lo que permitiría a muchas mujeres cumplir sus expectativas reproductivas –asunto también importante ante la dinámica demográfica que hoy presenta el país–, al tiempo que facilitarían su acceso al empleo.
Mujeres miran con anhelo una oportunidad, un apoyo, como servicios que den respuesta a sus necesidades prácticas para incorporarse al empleo, quizás sin proponérselo dan un paso más por alcanzar respuestas a otras necesidades más estratégicas. Sin embargo, en aquellas que “deciden” dedicarse a las tareas domésticas y/o de cuidado como opción, nombrarse “amas de casa” y pasan a formar parte de la población no económicamente activa (No PEA), subyace el peso de los estereotipos y hasta de falsos acomodamientos que llegan mediante un proceso de socialización diferencial de género, en el que participamos hombres y mujeres de forma silenciosamente cómplice. En este camino, se interioriza de forma tal la tradicional división patriarcal de roles, que resulta casi incuestionable que sean mayormente las mujeres de las familias las que se queden en casa al cuidado de quienes lo requieran.
Así, se acepta socialmente, sin apenas cuestionamiento, que ante la falta de matrícula para un círculo infantil o ante una enfermedad que imposibilite la incorporación de un hijo a este servicio de cuidado, una madre no acceda o abandone un empleo. Entre hermanos de diferente sexo se espera que sean ellas las que cuiden de los padres adultos mayores. Igualmente, son mujeres las casi designadas para cuidar al hijo, hermano u otro familiar en situación de discapacidad y hasta son culpabilizadas cuando hacen un justo reclamo de la distribución de esos cuidados.
Es aquí donde se manifiesta la violencia estructural, apenas visibilizada, por no resultar de un maltrato donde se haga uso de la fuerza por parte de uno de los participantes en la relación. Este tipo de violencia es aplicable a aquellas situaciones en las que se produce un daño a la satisfacción de las necesidades humanas básicas (supervivencia, bienestar, identidad o libertad), como resultado de los procesos de estratificación social, sin necesidad de la existencia de violencia directa8. En este caso, esta violencia estructural entronca con la violencia cultural establecida a través del sexismo que, al otorgar roles al sexo femenino en la esfera privada, limita su acceso a espacios públicos que representan oportunidades materiales y sociales.
En la No PEA están también las mujeres que no se incorporan al empleo como una opción de vida, a partir de un estatus económico ganado a través de una segunda persona, generalmente un hombre solvente y empoderado económicamente. Esta es una relación desigual que se traduce en violencia simbólica, en la que se legitima el poder patriarcal y hace que la dependencia parezca natural y hasta ventajosa para las mujeres, pero que reproduce las relaciones de dominación.
El problema requiere de una lectura en claves de equidad. Al analizarlo desde el encuadre de la violencia estructural, se reconoce la existencia de conflictos en el uso de los recursos materiales y sociales, por hombres y mujeres, dada la permanencia de la división sexual del trabajo donde ellas resultan las afectadas.