Negras y mulatas en sus espacios de poder

por: María del Carmen Barcia Zequeira
Tomado de: www.lajiribilla.cu

Ser esclavo en la Cuba colonial significaba estar en el último peldaño de la escala social, pero tener esta condición y ser además mujer suponía limitaciones difíciles de rebasar. Cuando Gertrudis Gómez de Avellaneda puso en boca del negro Sab las siguientes palabras: “El esclavo al menos puede cambiar de amo, puede esperar que juntando oro comprará algún día su libertad: pero la mujer, cuando levanta sus manos enflaquecidas y su frente ultrajada, para pedir libertad, oye al monstruo de voz sepulcral que le grita: en la tumba”, evidenciaba la connotación terrible de la subalternidad femenina, aun cuando se tratase de mujeres blancas.

“Ser esclavo en la Cuba colonial significaba estar en el último peldaño de la escala social, pero tener esta condición y ser además mujer suponía limitaciones difíciles de rebasar”. Imagen: Corte de caña, de Víctor Patricio Landaluze. Tomada del sitio web del Museo Nacional de Bellas Artes

Sin embargo, y a pesar de todas las limitantes que el sexo y la raza les imponían, un número apreciable de negras y mulatas no solo crearon, en la servidumbre y la libertad, sus familias; sino que fueron conquistando en sus espacios privados y en los recintos públicos, mínimos pero efectivos espacios de poder. Tradicionalmente las negras y mulatas, como las blancas pobres, habían tenido que trabajar para vivir; esta supuesta desventaja les había permitido romper los límites del espacio privado hogareño. La estrecha concepción patriarcal de una mujer destinada a reinar como un “ángel del hogar” no estaba extendida a su contexto, al menos en los años comprendidos en este estudio.

La Habana, tanto por las características de su población como por las particularidades de su desarrollo urbano, fue un escenario importante para el desenvolvimiento de ese sector de la población cuyos antepasados habían sido esclavos o para aquellos que habían padecido en carne propia tal condición. En 1757 la capital concentraba al 50,93 % de los habitantes de la Isla,[1] y apenas cinco años después, cuando fue ocupada por los ingleses, era considerada como una de las más ricas y populosas ciudades del Nuevo Mundo, ya que contaba con aproximadamente 35 000 pobladores fijos y alrededor de 15 000 transeúntes.[2]

Recientemente se ha estimado que la base para el crecimiento de la población de La Habana entre 1763 y 1795 estuvo en la inmigración significativa de peninsulares con motivo de las medidas destinadas al reforzamiento militar de la capital, tras la ocupación de los ingleses.[3] Estas provocaron el arribo de varios batallones de tropas y el incremento de la burocracia Real en la Isla. Pero paralelamente al incremento de las milicias blancas se reorganizaron las de los pardos y morenos libres, cuestión que tuvo una apreciable repercusión en la movilidad social de las familias que integraban este importante sector de la población habanera.

En 1757 la capital concentraba al 50,93 % de los habitantes de la Isla, y apenas cinco años después, cuando fue ocupada por los ingleses, era considerada como una de las más ricas y populosas ciudades del Nuevo Mundo. Foto: Tomada de Cubaperiodistas

El año 1827 puede representar las características de un momento histórico ubicado entre la última veintena del siglo XVIII y la primera mitad del XIX; en esa etapa las elites de los pardos y morenos mostraron, sin ambigüedades, la apreciable relevancia que habían alcanzado. Entonces la ciudad se distinguía por su valioso puerto, por un activo comercio, por el potente desarrollo de su sector terciario y sobre todo, a los efectos de este estudio, por la participación en ese desarrollo económico de un creciente grupo de negros y mulatos libres, integrado por 23 562 individuos —el 43 % aproximadamente en edad productiva y reproductiva—, de los cuales el 22.8 % eran africanos y el 34.9 % pardos, lo que manifiesta cierta liberalidad en la relación sexual interracial. Estos hombres y mujeres constituían el 21 % de la población citadina.

Oficios, artes y servicios estaban en manos de los denominados libres “de color”, quienes habían desarrollado un importante entramado de relaciones a partir de redes familiares que se extendían y fortalecían en los cabildos de nación, en los Batallones de Pardos y Morenos y en los Cuerpos de Bomberos. Los hombres eran sastres, muñidores, carpinteros, herreros, músicos, albañiles, albéitares, capataces en el puerto, y algunos llegaron a ser, exclusivamente, administradores de sus bienes.

Matrimonio y familia fueron para los negros y morenos libres formas de adquirir una estabilidad y una movilidad social imprescindibles para el ascenso al cual aspiraban. En ese contexto las mujeres desempeñaron un papel importante y poco valorado como iniciadoras y preservadoras del patrimonio económico de numerosas familias, como guardianas de los objetos tradicionales de los cabildos de negros, en los cuales ejercían funciones como reinas o matronas; pero también, a pesar de una presencia habitual y temprana en los espacios públicos, como sujetos carentes de representación jurídica que, al igual que sus similares blancas, veían burlados sus derechos, por lo cual debían luchar para salvaguardarlos. Las acciones de estas mujeres constituyen todo un imaginario prácticamente desconocido, inmerso en la compleja trama de la sociedad colonial.

Fueron las mujeres negras las primeras interesadas en comprar su libertad. Según Moreno Fraginals, en una muestra de 1300 manumisiones tomadas al azar y correspondientes al siglo XVIII, la mayor parte correspondía a esclavas que habían pagado el precio establecido o habían sido liberadas “graciosamente” por los servicios prestados a sus amos.[4] Los datos de La Habana, concernientes a los censos de 1778 y 1792, muestran que el número de mujeres era superior al de los hombres; no obstante, esa proporción varía en 1817 y 1827, sin que conozcamos las causas del fenómeno. El censo de 1846 revela el restablecimiento de la situación de finales del siglo XVIII, tal vez porque a partir de los años cuarenta hubo más demanda de fuerza de trabajo masculina fuera del territorio habanero.

Lo primero que una mujer trataba de obtener, tras su liberación, era la estabilidad de su familia; un techo estable era imprescindible para cobijar a los hijos y parientes, pero también estaba presente la necesidad de contar con una entrada económica regular. Las casas no solo eran indispensables para tener un hogar propio donde vivir, sino porque podían ser alquiladas, ya fuesen completas o por habitaciones, y La Habana era una ciudad superpoblada con un amplio mercado para la vivienda. Esto hizo de los alquileres un negocio rentable no solo para las familias consanguíneas, sino también para los cabildos de nación.

“Fueron las mujeres negras las primeras interesadas en comprar su libertad”. Imagen: En la ausencia, de Víctor Patricio Landaluze. Tomada del sitio web del Museo Nacional de Bellas Artes

Los censos no reflejaban las ocupaciones de las mujeres, pero estas por lo general trabajaban como lavanderas, costureras y cocineras, algunas tenían negocios propios como pequeñas tiendas;[5] la usura tampoco les resultaba ajena, lo que se evidencia en la cantidad de préstamos y de alhajas que declaran en manos de otras morenas, cuestión que se observa en los testamentos. Constituían, desde luego, el centro de ese espacio privado denominado hogar, donde solo eran mujeres de sus maridos y madres de sus hijos, y en cierta medida ejercían cierta soberanía, no exenta de poder.

Sus espacios de socialización no eran muy variados y se manifestaban esencialmente en los espacios privados. Había cofradías de pardos y morenos, en estas ejercían como camareras, pero la presencia criolla era la más destacada. Los cabildos de africanos eran las sociedades más importantes, en las cuales podían llegar a ser matronas o reinas, pues con ambos nombres se las conocía, y aunque constituían un lugar privilegiado para la conservación y la transmisión cultural, también estaban presentes transacciones de diverso tipo, donde se evidenciaban diversos niveles de prestigio, es decir, de autoridad, pero también de poder económico. Las disputas que se producían por estas y otras causas se evidencian en los documentos judiciales.

Algunos casos puntuales nos permitirán introducirnos en ese particular contexto y sobre todo apreciar las particulares circunstancias en que se desenvolvían las negras y mulatas, su parsimonia en determinados casos, su audacia en otros, y en ocasiones un aparente conformismo que a la larga podía facilitarles algún beneficio.

La decisión de Benita

Benita Lobaynas se casó muy joven con Julián Palma, un moreno de los batallones. Cuando contrajo nupcias no aportó bienes al matrimonio, pero años después recibió una herencia de su padrastro; entonces comenzaron los problemas, porque al igual que muchas mujeres blancas, fue una víctima de su marido y de la sociedad en que vivía.

Miguel Soto, su padrastro, que la había criado y la tenía por hija, le dejó al morir, entre otras alhajas, una excelente casa en la calle de San Juan de Dios. A esas alturas su marido se había endeudado con otra mujer —que según declara Benita: “bien informada (…) de las crecidas utilidades que produce dicha casa, por estar construida de buena fábrica, ser de grande estensión el terreno que ocupa, estar situada en uno de los parajes más apreciados de la ciudad, estar siempre alquilada y apetecer ser preferidos en su arriendo las personas de tráfico y comercio para el mejor despacho de sus géneros” (sic),[6] hizo todo lo posible para obtenerla. Como puede apreciarse por el relato de la Lobaynas, la casa tenía todas las condiciones ambicionadas en esa época, una excelente construcción, una buena ubicación y una renta elevada.

El expediente evidencia las manipulaciones realizadas, el uso de terceros de cierto reconocimiento social, interesados en obtener beneficios. Para conseguir la casa, la demandante buscó el apoyo del presbítero D. Miguel Estrada, quien conocedor de que la deuda era anterior a la herencia, para beneficiar a su “protegida” y favorecerse personalmente, como se verá más adelante, presionó a Palma para que rompiera los recibos originales que había suscrito e hiciera una partida única con la suma de todas sus obligaciones. Ese documento comprometía, explícitamente, la propiedad de la casa.

 Pero como Palma no podía enajenar lo que no era suyo sino de su mujer y esta se resistía a deshacerse de su herencia, comenzaron a ejercer sobre su persona presiones de todo tipo. En este contexto el presbítero Estrada hizo gestiones para que el Capitán de Artilleros Manuel Blanco, jefe del batallón de morenos al que pertenecía Palma, también lo apremiara para que obligase a su esposa a firmar una petición que la separara del pleito.

Benita se sintió acorralada y entonces se produjo lo inaudito: transgrediendo todas las limitaciones que la sociedad le imponía por ser mujer, se dirigió a las autoridades y relató detalles de su vida íntima: confesó que para obligarla a firmar Palma “se separó de su cohabitación, mesa y cama por tres días”, al cabo de los cuales ella, por evitar el escándalo que se había difundido por la vecindad, “echo sin libertad, compelida y apremiada, su firma en dicho escrito de separacion y convenio, llena de dolor y sentimiento y con la protesta de reclamar el perjuicio que la irrogaba” (sic).

El Capitán de Morenos Manuel Blanco declaró, sorpresivamente, que era cierto lo expuesto por Benita sobre los recibos de la casa, añadiendo que “oyó decir que después que murió Miguel Soto y se supo de la herencia de Benita, liquidó cuentas Julián con la Tellez, y el padre D. Miguel Estrada, que hacia las veces de esta, rompio dichos papeles y los unió en uno” (sic). Este fue el documento que firmó Julián. Añade que el padre Estrada encausó todas las diligencias para conseguirle la casa a su supuesta protegida y que también había hecho “escrito y se lo dio al declarante para que se lo llevara a firmar a María Benita y a su marido Palma, en que se separaba del pleito, que encontró gran resistencia en los dichos, pero por último firmaron el escrito”.

A pesar de que el resultado que tuvo la acusación de Benita ante las autoridades no puede conocerse, porque el expediente no concluye con una solución definitiva, la circunstancia de que esta mujer se decidiera a acudir a los tribunales, romper los límites de su privacidad, exponer elementos de su vida íntima ante la opinión pública y relatar las presiones que se habían ejercido sobre ella para obligarla a firmar un documento que la perjudicaba, constituyen una muestra de su determinación, no solo para defender sus bienes, sino para ocupar una posición más decorosa en la sociedad y romper con disposiciones que el matrimonio le imponía.

La herencia de la abuela

Tras el éxito y la fortuna atribuida a muchos hombres estuvieron sus mujeres, aunque en muchos casos la saga familiar de estas, por no pertenecer a las familias blancas de rancio abolengo, permanece en las sombras. Un caso singular fue el de Félix Barbosa, un acaudalado y exitoso funerario, subteniente del Batallón de Pardos de La Habana, cuya figura ha llegado a la actualidad a través del excelente libro de Pedro Deschamps Chapeaux El negro en la economía habanera del siglo XIX.[7] Pero lo que hasta el presente se había ignorado es la circunstancia de que tanto el muñidor Barbosa, como su cuñado el constructor Lardier, levantaron sus negocios sobre la base de usufructuar las herencias de sus respectivas esposas, María Juliana y María del Loreto, quienes proveyeron el caudal esencial de sus familias.

 Juana Evangelista Escalera tuvo, con su esposo legal, Francisco Reyes (o del Rey) tres hijas: María Loreto, María Juliana y Juana de la Mata. Ella era hija de un moreno notable, José Antonio Escalera, capitán de morenos y capataz del cabildo carabalí isieque-isuama-ibo La Purísima Concepción, y de Juana de Dios Fonseca, morena libre, de similar procedencia. Fue esta negra, llegada a Cuba en las armazones negreras, la que acumuló las riquezas y aseguró el dinero que dejó a sus hijas en ocho fincas urbanas, tres en la calle de Acosta, dos en la calle Luz, una en la calle Habana, otra en la calle Bayona y la última en la calle Muralla; a estas se añadían tres cuartas partes de otra casa ubicada en la calle Cadena (o Cárdenas), en Guanabacoa. También por vía de la abuela materna heredaron nueve esclavos, y como era costumbre, el dinero en efectivo que hubiera en ese momento, ropas, muebles y joyas. Como puede apreciarse, la abuela aportó los bienes más preciados de la época, casas cuyas rentas podían asegurar el futuro de la familia, esclavos que no solo realizaban las faenas domésticas, sino que podían ser alquilados, y joyas, muebles y ropas con profusión.

A la herencia materna de Juana Evangelista Escalera se añadieron los bienes heredados de Francisco Reyes, el padre, y las casas que en vida les donó el abuelo José Antonio Escalera.[8]

Inicialmente el caudal pasó a manos de las tres hijas, pero como Juana de la Mata falleció joven, dejando como heredero a su padre, y este, con gran desprendimiento, legó esos bienes y los que había heredado de su mujer a las dos hijas que le quedaban, al considerar que “como hombre sólo tenía lo suficiente para pasar una vida cómoda y descansada” (sic),[9] la apreciable herencia fue compartida entre María Loreto, casada en segundas nupcias con Julián Faustino Lardier; y María Juliana, que había contraído nupcias en 1815, cuando solo contaba 17 años, con el pardo Barbosa.

Debe destacarse que aunque la herencia Escalera-Poveda-Reyes correspondía a mujeres, estas solo podían tener personalidad jurídica propia si eran huérfanas, viudas y no tenían hijos mayores de edad o tutores; de no acumular todas estas desgracias debían atenerse a la formulación legal que establecía que cualquier legado sería recibido por el marido, el padre, el tutor o el hijo mayor de edad, en su nombre. El hábil Barbosa se benefició especialmente de esta circunstancia, pues su sagacidad y astucia lo hicieron además el albacea de los bienes heredados por su mujer y su cuñada, ya que el padre de ambas, Francisco Reyes, era peyorativamente considerado “por su poca inteligencia en esos asuntos”.[10] También manipuló algún dinero en propiedades dejadas por el abuelo materno de María Juliana a varios ahijados, hijos de su cofrade Juan Nepomuceno Diez, que Barbosa se negó a pagar,[11] y los dejados por Reyes cuando murió en 1833, víctima de la epidemia de cólera.[12]

La pequeña fortuna acumulada por la morena africana Juana de Dios Fonseca y la pertenencia de José Antonio Escalera a redes de cabildos y batallones, constituyeron una sólida base para que el funerario Barbosa incrementase su negocio y levantase un apreciable patrimonio. María Juliana, que fue la única longeva de su familia, lo sobrevivió 12 años, y dejó a sus sobrinos nietos un apreciable caudal, pues a las propiedades heredadas de sus padres sumó la empresa de Barbosa, dos casas en Marianao, joyas, muebles, cubertería de plata y otros objetos de valor.[13] Resulta que al final de todo Juana de Dios Fonseca podía sentirse satisfecha, porque su fortuna se había incrementado.

Preparándose para la fiesta, de Víctor Patricio Landaluze. Imagen: Tomada del sitio web del Museo Nacional de Bellas Artes

La decisión de María Josefa

Era frecuente que los negros y mulatos se valieran de toda la instrumentación legal de la época para diferentes tipos de procesos, también era habitual que los que poseían propiedades otorgaran legalmente sus bienes antes de morir. Hay testamentos mancomunados, suscritos por ambos miembros de la pareja y también un número apreciable que fueron suscritos por mujeres, marcadamente interesadas en dejar en claro su patrimonio, la forma en que lo habían adquirido y la manera en que deseaban legarlo. En este contexto sorprende el número de morenas con apreciables riquezas y la lucidez con que trataban de disponer el destino de estas antes de morir. Tanto en los testamentos mancomunados como en los individuales siempre se declaraban los bienes aportados al matrimonio por cada uno de los contrayentes, porque al exponer cada consorte cuál era su contribución, si es que la había habido, quedaban explícitamente delimitados los bienes gananciales, de lo que le correspondía a cada uno, individualmente.

Un proceso interesante de herencia, porque imbrica intereses particulares y posibles utilidades colectivas, en este caso para un cabildo de nación, fue el de María Josefa de Cárdenas, quien se declaraba conga. En primeras nupcias había sido casada y velada por la iglesia —católica, por supuesto— con el también africano Jacinto Aróstegui, y en segundas, de igual forma, con el moreno libre José Travieso. Solo tuvo hijos del primer matrimonio, que murieron en la infancia y declara que ni ella ni su primer esposo aportaron bienes al matrimonio y que las propiedades que poseía habían sido adquiridas durante este, cuestión que no solo muestra el desglose de bienes a que nos hemos referido con anterioridad, sino la capacidad de los libres de color para obtener riquezas y conservarlas.

María Josefa deja bien definido que durante su segundo matrimonio, que había durado 18 años, no se había incrementado el caudal, razón por la cual no consideraba a Travieso su heredero. Josefa de Cárdenas debía ser una mujer muy vieja y achacosa en 1830, pues murió apenas seis meses después de haber redactado su testamento, pero su marido era tan anciano como ella y solo la sobrevivió unos meses. Sin embargo, la declaración póstuma de la legataria dejaba fuera de competencia a sus parientes.

Era una costumbre establecida que los africanos sin descendencia directa dejaran sus propiedades a los cabildos de nación, y esta práctica fue objeto de interesantes procesos, cuyos incidentes rebasan los marcos de este trabajo. También ocurría con frecuencia que empleados y funcionarios de la judicatura se beneficiaran en determinados pleitos.

María Josefa era dueña de dos casas de mampostería y tejas en la Calzada de Vives, otra de tablas y tejas en Guanabacoa, un solar, en el que había construido varias accesorias que alquilaba, y cinco esclavos. Es decir, se repiten los patrones de riqueza: casas para alquilar y esclavos que podían ser usados, entre otras funciones, para ganar jornales.

Sin herederos consanguíneos a los cuales legar sus bienes, María Josefa dejó sus propiedades, en un primer testamento, a su cabildo que era el Congo Real; pero apenas 18 días después de haberlo expedido redactó un codicilo en el que nombraba como herederos a sus albaceas —Don Toribio Sotuel, al moreno libre Domingo Fernández y el de igual clase Juan Bautista Ibarra—.[14] Esto desencadenó un proceso que llegó hasta los últimos años del siglo XIX, y que impone una interrogante: ¿Qué elementos pudieron hacer variar una decisión que establecía como única y universal heredera a la nación Congo Real, más aún cuando Josefa expresaba en su testamento la connotación de ese conglomerado como colectividad social al declarar: “y en ella a todos los individuos que la componen entendiéndose que particularmente ninguno tiene derecho ni acción, sino que mis bienes los dejo destinados a beneficio de todos para las contribuciones y gastos que son indispensables, siendo mi intención que conserven estas fincas para usufructuar sus réditos”? ¿Hubo un desacuerdo de última hora con los capataces y matronas del cabildo? ¿Lograron los albaceas disponer de la herencia bajo promesa de una atención especial a la moribunda? Lo cierto es que Josefa otorgó finalmente, de manera sorpresiva, el poder general sobre sus bienes, excluyendo el de enajenar, a tres individuos, y estableció con estos un compromiso legal para que cuidaran de su asistencia y sostenimiento “pasándole lo necesario con respecto a sus haberes”.

En 1855 la Audiencia de Santo Domingo declaraba que el codicilo era legal, en ese momento habían fallecido los tres herederos de Josefa. El cabildo Congo Real pleiteó la herencia hasta finales del siglo, pero fueron los herederos de Sotuel, Fernández, y sobre todo los de Ibarra, los únicos usufructuarios de las riquezas acumuladas por María Josefa Cárdenas.

Mujeres en el mundo de los cabildos

Este testamento nos ha permitido asomarnos al complejo mundo de los cabildos de nación y en cierta medida al papel desempeñado por las mujeres en estas sociedades. Frecuentemente se mencionan sus herencias y sus propiedades, pero sobre todo resalta el prestigio que habían alcanzado, manifiesto en los momentos más críticos, cuando bastaba, por ejemplo, la palabra de una reina o matrona para designar a un capataz; desde luego que este tenía que ser luego ratificado por el comisario de barrio, tal y como establecía la legislación al respecto, pero lo que interesa destacar es que eran las mujeres las depositarias de esta trascendental función.

Las reinas o matronas también eran las veladoras de los objetos de los cabildos, aunque no tenían ninguna de las tres llaves del arca que guardaba el dinero. María de Belén Álvarez, reina del cabildo carabalí bogre, declaraba en 1829 que tenía a su cargo “el quitasol y los demás efectos anesos (…) que son parte de la familia” (sic).[15]

En 1832, un inventario de cabildo, el único que hemos podido localizar hasta el presente, nos permite conocer los enseres comunes a estos: parasoles, banderas, astas, borlas, flecos, mazas grandes y pequeñas, manteles, sillas, vasos, platos, escudillas, fuentes de loza de Sevilla, tambores de diferentes tipos y tamaños, sonajeros, libros para anotar los nombres de los cofrades, las deudas del cabildo, las incidencias, las contribuciones de los miembros, y hasta ¡un cepo de caoba con su llave y cerradura corriente! Todo un imaginario que muestra la transculturación que se evidenciaba a través del origen, la factura y las funciones de tan disímiles objetos.

Las reinas percibían sutilmente su poder, disfrutaban del espacio que este les procuraba, y desde luego, también usufructuaban las pequeñas prebendas que podía suministrarles. Con frecuencia había confrontaciones dentro de los cabildos porque estos estaban conformados por diversas etnias, que constituían las verdaderas familias por afinidad. Cuando se habla de los carabalíes como una nación africana, se está partiendo de la conformación de una falsa categoría étnica que solo responde a la extracción de los esclavos africanos por el puerto del Calabar; algo similar ocurre con los minas, procedentes del puerto de Elmina.

Era común que en los cabildos que reunían varias etnias se produjesen discusiones y trifulcas sobre el derecho de cada una de estas a disfrutar de los bienes, de los espacios, de los derechos a presidir o suscribir, a demandar o ignorar; en muchas de estas trifulcas estaban presentes las mujeres. En 1800 la primera y segunda matronas del cabildo carabalí ososo San Cristóbal eran Bárbara Mesa y Rosa Ferro; algunos cofrades consideraban que esta última debía ser sustituida en sus funciones y proponían en su lugar a Ana Joaquina Duarte, para esto acudieron al comisario del barrio, que estaba obligado a hacer acto de presencia en las elecciones de los capataces de los cabildos.

 Dos horas tuvo que esperar el funcionario por la comparecencia de las encartadas y finalmente tuvo que corregir a la Ferro y enviarla de vuelta al cabildo escandalizado por su “desenbortura y modo de hablar” (sic).[16] En el fondo se estaban manifestando los problemas de su familia consanguínea, que se entremezclaban con los del cabildo, pues el hijo de Rosa Ferro había estado preso por intento de asesinato, y el dinero para liberarlo lo habían puesto los ososo. No obstante, Joseph Andrade, capataz del San Cristóbal y de las Cinco Naciones, no había estado de acuerdo y había discutido al efecto con la matrona Bárbara Mesa. La disputa había llegado a tal punto que el comisario expresaba: “las negras del cabildo se han atumultado contra el referido Aróstegui”. Es decir, las mujeres habían impuesto sus criterios al considerar que Rosa Ferro había actuado adecuadamente en defensa de su hijo y que el capataz no tenía derecho para deponerla, ni para sustituirla. Bárbara Mesa expone entonces que la nación ha dispensado las faltas de ese capataz en numerosas ocasiones, y que este ha maltratado no solo a los cofrades sino a los intereses del cabildo, hasta el punto de faltarle el respeto a ella que es la primera matrona. Algunos miembros, varones por supuesto, no estuvieron de acuerdo y se sintieron molestos por el relevante papel alcanzado por las mujeres de su cabildo; en ese sentido señalaban que Bárbara Mesa debía abstenerse “de perturbar el buen orden de la sociedad”, indicando que “no debía tener otra interbención que la de governar a las mujeres sin entrometerse a representar en juicio (…) a quitar las ruedas a los capataces como se jacta de haberlo hecho” (sic).[17] Pero, evidentemente, Rosa Ferro y Bárbara Mesa habían decidido hacer uso del poder real que los miembros del cabildo, sobre todo las mujeres, les habían otorgado y entre esas funciones estaba la presencia en los pleitos legales, donde podían dar sus opiniones sobre el gobierno de los capataces.

Soldado y mulata, de Víctor Patricio Landaluze. Imagen: Tomada del sitio web del Museo Nacional de Bellas Artes

La reina María Teresa Santa Cruz

Tal vez el caso más elocuente en este sentido fue el de la morena María Teresa Santa Cruz, quien fue todo un personaje. En 1827 era matrona del cabildo carabalí ibo Nuestra Señora del Carmen; en ese momento los capataces aducían: “no ha sido posible que haya logrado un solo momento de amistad ni de reunión con las demás que componen la nación, lo cual se opone a los estatutos de las naciones africanas”.[18] Para ocupar su lugar proponían a Dolores Toledo, la segunda matrona.

Pero entonces la Santa Cruz declara pertenecer a la nación isicuato, cuestión que debía otorgarle indiscutiblemente cierto poder, y ser “la matrona acreditada porque lo dispuso la anterior Rosalía Sánchez, ya fallecida”,[19] argumento que refuerza el poder que daba el prestigio, ya que ella había sido seleccionada por una reina de tradición, posiblemente por la primera que tuvo el cabildo. Añade entonces que la segunda matrona, es decir, Dolores, se ha pasado a otro partido, probablemente sostenido por otra etnia, constituyéndose como “Reyna y haciendose tener por tal de algunos incautos que la obedecen sin mediar las formalidades y legitimidad que demanda el derecho (…) continua atrayendo a los vajillos con cizañas y faltando el respeto debido a la que representa hasta el punto de haber sido preciso conbocar a nuestra junta quien le impuso una multa de cinco pesos” (sic).[20] Marca la Santa Cruz la diferencia entre ella, que ha sido escogida por disposición de la más prestigiosa de las matronas, y Dolores, cuyo nombramiento carece de legitimidad.

Todo parece indicar que era difícil remover de su puesto a una reina de cabildo, por eso fueron convocadas las matronas de las cinco naciones —carabalí, por supuesto—, para reunirse en el local de otro cabildo de la nación, el de la Virgen del Rosario. A la citación acudieron las reinas de los isieque, de los orumnivianos y de los vioquines; también estuvo la de los mandingas, pero esta no era de la nación. En ese momento María Teresa fue acusada de castigar en el cepo, durante varios días, a Rafaela Rosain y a Josefa Romero.

El pleito entre María Teresa y Dolores encubre la rivalidad entre diversas naciones en el seno del cabildo, y los intereses de sus integrantes para obtener los pequeños espacios de poder y los consecuentes beneficios que la dirección de estas sociedades les procuraban. Su denuncia permite advertir la forma en que el pardo Antonio Arnado, que evidentemente no era africano de nación por ser mulato, y por lo tanto no tenía derecho a pertenecer a ningún cabildo de negros, se vale de Dolores para entronizarse a la cabeza de la agrupación. También se evidencia la forma en que Don Juan de la Guerra y Naranjo, hombre blanco, trata de “colarse a pretesto de mentor en los cabildos de negros (…) a fin de sacar de ellos gratificaciones, regalos y cohechos induciendolos al cabo a pleitos judiciales para devengar derechos sin ser abogado, procurador ni escribano” (sic).[21]

Se evidencia la presencia de diversos intereses para controlar a los cabildos de nación. Debe destacarse la presencia de criollos e inclusive de funcionarios en ese entramado que les permitía disfrutar de ciertos negocios y ventajas, sobre todo si se tiene en cuenta que algunos carabalí formaban parte de importantes redes en los batallones y en los cabildos y ostentaban apreciables capitales.

Todas esas situaciones coexisten, pero en medio de estas resalta la circunstancia de que María Teresa se considera una verdadera reina y se manifiesta como tal. Los cofrades son sus “vasallos”, porque fue ella quien dio el bastón de capataz a Francisco García, y por lo tanto la que había desempeñado todas las funciones del cabildo.

Y entonces, en medio de su prestigio cuestionado, se evidencia una consideración personal, íntima, algo que atañe a su familia más cercana; declara una cuestión esencial para ella que había permanecido subyacente, pues era reina y “habiéndose muerto uno de sus hijos tenía que recibir los pésames que habían de darle todas las naciones y los demás cabildos, según costumbre”. Dolores, la segunda matrona, había sido enviada a hacer las citaciones, de igual forma se había procedido con Rafaela y María Josefa; pero todas habían contravenido lo dispuesto por ella, que era la reina. Esta fue la razón de que Dolores fuese multada en 25 pesos, para no lesionar su prestigio de segunda matrona, y las otras dos fueran condenadas al cepo por tres días.

Requeridas por las autoridades sobre los castigos impuestos, las Cinco Naciones respondieron que era justo lo realizado, porque “aquellas correcciones se obserbaban entre ellos para mantenerlos en tranquilidad y eran el freno que tenían, asistiendoles en todo de lo que estaban precisos y que las multas las invertían en socorrer las necesidades, quedando siempre entre los mismos” (sic).[22]

No obstante, las pugnas continuaron porque se seguían disputando pequeños espacios de control entre los isieque y los ungri. El capataz García insistía en señalar que María Teresa se consideraba una verdadera reina, pero a pesar de todo lo que expuso en su contra resultó ratificada en el cargo por la mayoría de los cofrades. Al poco tiempo fallecía García y los capataces señalaban, no sin cierto despecho, que la Santa Cruz era la única que había tenido provecho de las disputas por estar “gozando del matronazgo”.

Este expediente permite conocer el papel de las mujeres en el cabildo y en la familia; se evidencia la habilidosa manera en que María Teresa Santa Cruz, como señora principal del cabildo, logró imponer sus criterios a los cofrades. Por otra parte, María Josefa Soler, mujer del fallecido capataz Francisco García, dejaba también asentado su poder individual al declarar: “lo que poseo me pertenece exclusivamente y mi difunto consorte no pudo grabar ni enredar mis dotales”; las acciones de García no podían arriesgar sus bienes, adquiridos antes del matrimonio y declarados como tales.

Los Flores Escobar

Fueron frecuentes, entre los africanos, la viudez y también la concertación de nuevos matrimonios. Esta fue posiblemente una manera de asegurar y aumentar los bienes adquiridos, al margen del amor y del respeto que se evidencia, por las voces que emanan de los documentos, en muchas parejas. También hubo muchas uniones consensuales, más frecuentes entre los criollos, y un número apreciable de hijos naturales, frecuentemente reconocidos por sus padres como nacidos fuera del matrimonio. Estas uniones fueron, indistintamente, intrarraciales e interraciales y, por lo general, ni en un caso ni en el otro mermaron el prestigio familiar de las mujeres que participaron en esas sagas. Una de estas imbricó a los Flores, mulatos y negros, que estuvieron vinculados a las milicias voluntarias desde el siglo XVII. Una rama de estos se emparentó a los morenos Escobar, que también estaban bien representados en los Batallones de Morenos y en los cabildos de nación. El pintor Vicente Escobar y Flores fue un representante destacado de esa familia, su importancia como artista le permitió lograr, por concesión real de “gracias al sacar”, su inscripción como blanco. Sin embargo, Vicente no olvidó a la bisabuela, cuya imagen dejó plasmada en uno de sus conocidos retratos, y es que Magdalena de Flores debió ser un notable personaje en la memoria familiar.

Antes de casarse tuvo siete hijos naturales con dos maridos: de estos, cinco tenían el apellido Flores —uno de ellos, Antonio, fue el padre de Vicente—; los otros dos eran Orta. De su tercera relación, la única legal, con Bartolomé García, heredó un corral de ganado menor y esclavos. Una hija fallecida tempranamente le dejó una casa de dos plantas, construcción poco frecuente en el siglo XIX, que refleja el poder económico de sus dueños. Al morir legó, además de estos bienes, seis esclavos y prendas de oro y piedras preciosas. Mucho debió ayudar la intrépida bisabuela a su familia, cuando el más prestigioso de sus miembros consideró que la memoria podía ser frágil e intangible y trasladó su imagen al lienzo para prestigiarla y conservarla.

El amor de Ursula

Mucho más novelesca fue la relación entre Cornelio Souchay y Ursula Lambert. Souchay era dueño del cafetal Angerona, enclave que en 1828 tenía 750 000 cafetos y 450 esclavos. La casa de esta hacienda, calificada por Abott[23] como la residencia de un soltero, estaba presidida por la diosa del silencio que le daba nombre, tal vez porque guardaba una relación amorosa ilegítima.

La morena libre Ursula Lambert fue la pasión de Souchay. Había nacido en la parte francesa de Santo Domingo, probablemente transmitió al alemán sus experiencias en los cafetales de su isla natal, y tal vez el peso de sus recuerdos ayudó a que Angerona fuese también un lugar distinto para los esclavos, cuyas condiciones de vida y trabajo eran, según Abbot, privilegiadas con respecto a otras haciendas.

Ursula ha llegado hasta el presente como la persona que administraba la tienda del cafetal. Todo la hacía aparecer como una mujer cuyo bienestar económico dependía del alemán, pero su testamento revela aristas insospechadas. Sobrevivió a su amado más de un cuarto de siglo, pues falleció en 1860. Diez años antes había testado ante D. José María de Entralgo; en el documento aparece como dueña de una excelente vivienda, de numerosas prendas de oro, oro y coral, oro y carey y oro y diamantes. Se reseña su ropa abundante, personal y de cama, de seda, muselina, holán y merino, cuestión a la que se daba mucho valor en la época, 21 esclavos y cuatro mil pesos en efectivo, pues en propiedades tenía mucho más. Pero lo más interesante y revelador no es esto, sino que Ursula declara:

(…) que aunque en el concurso del Teniente Coronel Don Claudio Souchay ya difunto y que cursaba en el Tribunal de Guerra representaba un crédito de veinte mil pesos que me debía dicho Souchay por cantidades en efectivo que en diversas épocas y partidos había recibido de mi en prestamo, y por efectos que le había facilitado de mis establecimientos de lencería y tienda mixta de comestibles y bebidas y otros efectos aitos en el cafetal Angerona de la propiedad del citado Souchay en el partido de Callajabos: Como el antedicho señor por la cláusula segunda de su testamento otorgado en once de junio de mil ochocientos treinta y siete, en el pueblo de Jesus del Monte, me lego una pension vitalicia de mil doscientos pesos anuales a condición de que no reclamara los veinte mil pesos que me debía y que representaba en su concurso, habiendo yo aceptado dicho legado por respeto a su memoria y por beneficiar a su sucesion, se consideró estingido aquel crédito por haber renunciado yo libre y espontaneamente a cuanto derecho tenia en el concurso, dice que esto lo declara para evitar dudas (sic)[24].

Añade entonces que el sobrino de Cornelio, Andrés Souchay, no está cumpliendo lo acordado con el difunto y “me está debiendo sobre diez a doce mil pesos poco más o menos por defecto de pago de la referida pensión”. También declara que este le adeuda, por otros conceptos, cinco mil pesos, según consta en documento que ella conserva en su poder.

A pesar de lo expresado, Ursula legará, entre muchas otras donaciones, dos mil pesos a Andrés, mil pesos a Cornelia Souchay, la hija de este y otros mil a D. Cornelio Galtke, también de la familia.

Ruinas de Angerona. Foto: Erick García / Tomada de Juventud Rebelde

Este documento transfigura a Ursula, quien pasa de hetaira mantenida a mujer sustentadora, y la muestra no solo como la amante capaz de despertar una pasión permanente, sino como la compañera de una vida, que no solo aseguró los últimos años del hacendado alemán, sino que posibilitó a sus herederos poder contar con el dinero necesario para convertir al cafetal Angerona en un ingenio azucarero.

Fueron mujeres distintas y también semejantes, disfrutando y también defendiendo sus minúsculos espacios de poder. Desde su doble subalternidad, sexual y racial, cimentaron sus familias, conservaron sus tradiciones y transgredieron lo que consideraban inadmisible. Mercedes Santa Cruz, Rosa de Cárdenas y Rosa Ferro en sus cabildos, y Ursula Lambert o María Juliana Reyes desde sus cofradías, africanas asentadas o criollas,[25] forjaron, en el estricto sentido que este término posee, normas de respeto a sus personas, inventaron un futuro, imaginaron el porvenir, respetaron sus pasados y vivieron, día a día, que era más que todo eso, porque implicaba asumir la dura, discriminadora y persistente realidad.

Conferencia impartida en el taller internacional “Familia y procesos histórico-culturales de América Latina y el Caribe”, realizado en el Centro Juan Marinello, en mayo de 2005.
Notas
[1] “Visita pastoral del obispo Pedro Morell de Santa Cruz y Lora”, Archivo General de Indias, Audiencia de Santo Domingo, No. 534. 
[2] Venegas Fornías, Carlos. La Habana entre 1762 y 1868: Un siglo de crecimiento urbano continuo, p. 1. (Ponencia).
[3] Johnson, Sherry. The Social Transformation of Eighteenth-Century Cuba, Florida, University Press of Florida, 2001.
[4] Moreno Fraginals, Manuel. “Peculiaridades de la esclavitud en Cuba”, revista Del Caribe, Santiago de Cuba, año IV, no. 8, 1989, pp. 4-10.
[5] Algunas no fueron tan pequeñas, uno de esos casos es el de Ursula Lambert que se aborda en otra parte de este trabajo.
[6] Archivo Nacional de Cuba (ANC). Escribanía de Gobierno, legajo 510, expediente 2.
[7] Deschamps Chapeaux, Pedro. El negro en la economía habanera del siglo XIX, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1971, pp. 74-78.
[8] ANC. Escribanía de Gobierno, legajo 12, expediente 292.
[9] ANC. Escribanía de Guerra, legajo 559, expediente 9202.
[10] ANC. Escribanía de Gobierno, legajo 276, expediente 23. Contiene el testamento de Juana de la Mata.
[11] ANC. Escribanía de Galletti, legajo 638, expediente 1.
[12] ANC. Escribanía de Guerra, legajo 943, expediente 14 079.
[13] ANC. Escribanía de Agustín Cañizares, legajo 63, expediente 996.
[14] ANC. Escribanía de Vergel, legajo 84, expedientes 4 y 13; legajo 69, expediente 9; legajo 340, expediente 5 y  Escribanía de Varios, legajo 443, expediente 6317.
[15] ANC. Escribanía de Pontón, legajo 76, expediente 3.
[16] ANC. Escribanía de Daumy, legajo 337, expediente 2.
[17] ANC. Escribanía de Daumy, legajo 336, expediente 1.
[18] ANC. Escribanía de Gobierno, legajo 534, expediente 10.
[19] Ibídem.
[20] Ibídem.
[21] Ibídem.
[22] Ibídem.
[23] Abbot, Abies. Cartas, La Habana, Editora del Consejo Nacional de Cultura, 1965, pp.211-218.
[24] ANC. Escribanía de Luis Blanco, legajo 568, expediente 3.
[25] En 1853 ambas pertenecían a la cofradía de La Habana.